La posibilidad de elegir a nuestras autoridades es un derecho y un deber. Se trata de un derecho fundamental que permite la participación de los ciudadanos en un aspecto esencial: decidir, en el caso del presidente y vicepresidentes, quiĆ©nes conducirĆ”n los destinos del paĆs por los próximos cinco aƱos; y quiĆ©nes tendrĆ”n, por el mismo periodo, la responsabilidad de legislar, fiscalizar y ejercer la función de representación polĆtica, si nos referimos a los congresistas.
En nuestro paĆs, el voto es obligatorio, de modo que acudir a las urnas es, indiscutiblemente, un deber de carĆ”cter constitucional y legal; pero mĆ”s allĆ” de lo establecido por normas y principios jurĆdicos, votar es un deber moral y cĆvico, pues nos convierte en protagonistas del sistema democrĆ”tico, en la medida en que la esencia de la democracia es la posibilidad de que sea el pueblo el que exprese libremente su voluntad en las Ć”nforas, eligiendo a sus representantes.
Como bien sabemos, la democracia representativa, que es la que rige en nuestro paĆs y en la mayor parte del mundo, es un sistema de gobierno conforme al cual los gobernantes son elegidos por la mayorĆa de los ciudadanos, en procesos electorales que deben estar marcados por la transparencia. AsĆ, el pueblo, que es el mandante o soberano, delega, a travĆ©s de su respaldo en las urnas, la facultad de gobernar en terceros, que se convierten en autoridades por voluntad popular, la misma que se traduce en un nĆŗmero mayoritario de votos, aspecto que, tĆ©cnicamente, se denomina “mensurabilidad”.
Ahora bien, el desafĆo es votar responsablemente, es decir, hacerlo luego de informarnos bien acerca de los perfiles de los candidatos, sus propuestas, el comportamiento de los partidos o alianzas electorales a los que representan y los intereses que defienden.
Preocupa que, segĆŗn recientes encuestas, cerca del 30% de electores formen parte del grupo que aĆŗn no ha decidió su voto u optarĆa por un voto blanco o viciado; ese alto porcentaje de peruanos ganados por el desinterĆ©s y el rechazo a la clase polĆtica refleja la crisis de legitimidad de nuestra democracia.
Aunque no hay fórmulas mÔgicas para cambiar la realidad descrita, no debemos declinar en nuestro esfuerzo de invocar a los ciudadanos a votar bien, como consecuencia de una seria reflexión y habiendo asumido la importancia de expresar libremente su voluntad en las Ônforas, de modo que la democracia deje de ser una hermosa construcción teórica y adquiera una auténtica dimensión existencial.
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